Había una vez un país donde vivían muchos poetas, el que no escribía era músico o actor o quizás ambos, pero todo habitante tenía una actividad artística donde cultivarse. Todos se gustaban, se alentaban, aplaudían, recitaban con orgullo los poemas de otros, eran felices riendo de las comedias y lloraban a mares sobre las tragedias, algunos entornaban los ojos de disfrute cuando la música corría por los barrios y el lenguaje común era el arte y su manifestación pues nadie necesitaba que le explicaran lo que pasaba porque el idioma era total, se respiraba en el aire. Pero como toda fábula hay un desliz, cada vez más los artistas se preocupaban en ser mejores en lo que creaban, querían y necesitaban resaltar, llamar la atención de los otros, recibir más aplausos, más halagos y felicitaciones, caricias del alma y el ego.
Entonces sucedió lo inevitable, ya nadie escuchaba, ni miraba las obras del otro, ya fueran pinturas o fotografías, canciones u operas, leyera las novelas, los cuentos, incluso los antaño tan apreciados poemas o se divirtiera con los unipersonales tan de moda. Aún peor era, si por casualidad les llegaba el trabajo de otro, lo criticaban, refutaba, hasta lo silbaban con desprecio, había nacido la guerra, una donde la calidad de lo que cada uno elaboraba dependía más del fracaso del otro que del disfrute de hacer las cosas. El país dejo de llamarse el País de Arte y pasó a llamarse el País del Ombligo y ya más nadie ansía vivir allí.
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